UNA ESCUELA DE DOS RUEDA
"Siempre que veo a un adulto montando en bicicleta recupero la esperanza en la raza humana". H.G. Wells
Hace
algo más de un año dejamos nuestra casa subidos en dos bicicletas
equipadas con remolques y un asiento para bebé, y salimos de viaje. Yo
iba a cumplir cuarenta y un años, y ya sólo cambiar de piñón me parecía
una proeza. Por no hablar de subir las cuestas... Pero quería viajar en
bici. No se trataba sólo de viajar, sino de llegar a un lugar anhelado, a
esos paisajes que los niños que fuimos nos susurraban que
descubriéramos: escuelas posibles donde no cupieran el miedo, el
aburrimiento ni la competitividad. Había que llegar. Y no de cualquier
modo. Como un niño que comienza a dar sus primeros pasos, ansiábamos
aventurarnos a superar los obstáculos del mundo físico... y los de la
mente adulta. Por eso, entre otras cosas, me subí a la bici, a pesar de
mis miedos, a pesar de mi torpeza.
Y el viaje comenzó: cincuenta
kilómetros diarios, cumpliendo rigurosamente con el plan para llegar
puntuales a las citas acordadas. Sin embargo, día tras día, a medida que
pedaleábamos, ocurrió algo inesperado: la bici, el medio para alcanzar
nuestro destino, fue convirtiéndose en un fin en sí mismo: en una
escuela, nuestra escuela. Y la escuela de nuestros sueños fue
pareciéndose más y más a eso que vivíamos sobre dos ruedas. Pedaleando,
la distinción entre bici y escuela se tornó difusa, imperceptible, hasta
el punto de que nuestro viaje a pedales acabó por simbolizar todo eso
que la institución educativa por excelencia, la escuela, había olvidado:
que el aprendizaje va de la mano del placer, y que ha de ser elegido y
construido por cada persona. Para emprender un viaje en bici, al fin y
al cabo, necesitas vencer el miedo con las mismas armas con que un niño
se lanza a descubrir el mundo, las únicas armas que le permiten aprender
casi cualquier cosa: entusiasmo, confianza, y apertura.
¿Qué es aprender?
Aprender es un reto, un desafío elegido por voluntad propia en el que
el miedo a caer importa mucho menos que la promesa de poder levantar al
fin los pies del suelo y mantener el equilibrio sobre la bici. Cuando
emprendemos un viaje en bici, igual que cuando aprendemos algo con
pasión, lo que nos impulsa es el ansia de desafiar lo imposible, de
adentrarnos en
terra incognita, de ser capaces de llegar allí
por nuestros propios medios. Esa es la recompensa, y por eso el deseo de
aprender vive al margen de premios, de halagos, de juicios y de notas
que no hacen más que desvirtuarlo y encadenarlo.
No es posible
aprender sin entusiasmo. Sin pasión podemos estudiar, y también
memorizar. Pero aprender es una experiencia activa, emocionante, en la
que la persona que aprende es quien lleva el manillar y quien decide en
todo momento adónde va y qué camino seguir. Todo está por descubrir si
dejamos que la curiosidad nos guíe. Al subirte a la bici, tus sentidos
despiertan. Es imposible aburrirte, no ver lo que aparece delante de tus
ojos, apoltronarte en tu zona de confort. Y es en eso en lo que
consiste el aprendizaje, en dejar atrás el territorio conocido, las
certezas, y adentrarnos en lugares insospechados, antes umbríos, y
lograr iluminarlos.
ImagenBalance, por https://www.flickr.com/photos/gnas/. CC-BY.
Sobre
la bici, cada golpe de pedal es fruto de nuestra voluntad, de nuestro
deseo, y ese esfuerzo no nos arredra sino que nos impulsa. Cuando
aprendemos, cuando el aprendizaje nace de nuestra propia motivación, de
nuestra curiosidad o de nuestro afán de superación, nuestros sentidos se
avivan, nuestra percepción se afina, nuestro ingenio se agudiza, porque
cada pedalada, cada cambio de piñón, cada impulso y cada frenada es una
decisión que sólo puede tomar quien lleva la bici. Es tomando
decisiones, experimentando con ellas, como aprendemos a decidir. Si
dejamos a otros las decisiones importantes (sea un cambio de piñón o el
contenido del currículum), nuestro deseo de viajar, y de aprender, acaba
por desvanecerse y nos contentaremos simplemente con dejarnos
transportar.
En el momento en que eso ocurre, cuando nos rendimos a
que nos organicen, coloquen y transporten como elementos de una cadena
de montaje, la velocidad usurpa el protagonismo. A mayor velocidad, más
eficiencia del proceso fabril, y más vacía la experiencia. La escuela de
la bici nos ayuda a darnos cuenta de que no viaja más quien más rápido
viaja, igual que no aprende más quien "más rápido" aprende: aprendemos
cuando dejamos las prisas de lado y le devolvemos la importancia a
observar cada detalle del camino, a detener el momento. Para aprender,
como para viajar en bici, la velocidad adecuada no es ni más rápido ni
más lento que lo que nuestro cuerpo y nuestra mente nos pidan. Porque el
viaje, y el aprendizaje, no están en el camino recto y asfaltado, en el
currículum, los horarios y los libros de texto, sino en los recodos, en
las vueltas y revueltas, en las paradas imprevistas, en las cuestas y
descensos, en la sorpresa y en la inspiración.
Pero hace falta
confianza para adentrarse por caminos sinuosos. Donde no hay confianza,
el miedo se instala. No es posible aprender con miedo, porque la mente
asustada se queda en blanco, paralizada. O huye, memorizando sinsentidos
como si en esa carrera de repetición pudiera escapar a la amenaza del
suspenso. Justamente lo contrario de lo que significa aprender, que es
ir en busca de algo, perseguirlo, atraparlo. Quien vive con miedo es un
mal cazador de sueños. Para confiar en uno mismo antes alguien ha debido
depositar toda su confianza en nosotros: la confianza se construye
cuando sabemos que equivocarse no es motivo de castigo ni vergüenza,
cuando nuestro valor como personas no se mide en número de aciertos,
cuando entendemos que para aprender hay que haberse caído mucho, mucho
de la bici, y que cada caída nos acerca a nuestro propósito. La
confianza se apuntala cuando, al llegar a la cima de una cuesta, miramos
abajo y nos damos cuenta de que el único motor que nos ha elevado ha
sido nuestra voluntad.

Cuánta soledad hay en nuestras vidas previstas, en nuestras clases
pautadas, en nuestra vidas asfaltadas. Seguir el guión nos encierra en
un rol, y nos priva de la oportunidad de recrearnos y de recrear nuevas
relaciones, de apartar las máscaras y vivir la autenticidad de cada
momento: sólo así puede el maestro volver a ser alumno, y el aprendiz
descubrir que tiene mucho que enseñar. Cuando viajas en bici es difícil
sentirte sola; siempre hay alguien que te anima a seguir pedaleando,
alguien que te saluda, alguien que te pregunta adónde vas y que quizás
se anime a acompañarte. Aprender debe ser también una aventura que nos
muestre el valor de confiar en los demás, y en nosotras mismas; una
aventura en la que siempre podamos encontrar a alguien dispuesto a
echarnos una mano, a acompañarnos sin juzgarnos, sin evaluarnos.
Olvidar
los juicios y prejuicios es lo único que nos acerca a otras personas, a
compartir experiencias y descubrimientos... viajar en bici nos impulsa a
colaborar y compartir en lugar de competir. Y es que aprendemos mucho
más cuando somos capaces de ayudar y de dejar que nos ayuden, de dar y
de recibir, de sentirnos útiles, y de formar parte de una comunidad que
se extiende mucho más lejos de lo que nuestra mirada abarca.
"Quien viaja sin encontrarse con el otro no viaja, se desplaza". Alexandra David-Neel
Igual
que un niño, en su hambre de saber, percibe hasta la más minúscula
manifestación de vida, movernos en bici nos obliga a dejar atrás las
cuatro paredes del aula y a abrirnos al mundo desde todos los sentidos: a
mirar y descubrir las águilas que vuelan sobre nuestras cabezas, a
respirar el perfume de la jara o el algarrobo, a sentir el frescor del
aire, a distinguir cada sonido. Viajar en bici es darte cuenta de que
los pueblos y las ciudades, las cordilleras y los ríos, las costas y los
mares, no son sólo nombres a memorizar en un mapa, sino que todo está
interconectado, todo depende de todo, y que lo más importante es
aprender a llegar de un lugar a otro encontrando nuestro propio camino.
El viaje es la verdadera escuela. Pedaleando descubrimos, comprendemos,
tenemos la vivencia de que formamos parte del mundo... y de que podemos
cambiarlo si nos lo proponemos.
¡Cuántas veces, mientras
pedaleábamos, sentimos que nos despegábamos del suelo! Cuando eres dueño
de tu propio aprendizaje, cuando eliges una meta y te propones el
camino para alcanzarla, cuando tu imaginación y tu inquietud son los
motores del descubrimiento, aprender, también, se convierte en un medio
de transporte para sentirte libre, para soñar, para volar. Hay pocas
cosas que nos acerquen más a la felicidad que ser capaces de construir
nuestro propio destino. Cada niña y cada niño nace con el potencial y el
deseo de emprender vuelo, y de volar cada vez más alto: sólo necesitan
que alimentemos su confianza, su entusiasmo y su mirada abierta al
mundo. No amarremos esas alas, no eduquemos, no vivamos, arrastrando los
pies por caminos ya trillados.
Ahora que el viaje ha terminado -y
que el cambio de piñón no se me resiste-, se hace duro pasar un día sin
subirme a la bici. Necesito recordar la sensación del aire en las
mejillas, el tacto del manillar, las piernas audaces. Pero si es cierto
que en la vida sólo recordamos las cosas que nos importan, que
recordamos no con la cabeza sino con el corazón, estoy segura de que no
lo olvidaré. Igual que no olvidaré que aprender, y vivir, deberían ser
siempre tan apasionantes como un viaje en bici. Y que, en el momento
menos pensado, subirte a la bici puede ayudarte a sortear un pedazo de
atasco (de tráfico, o de casi cualquier cosa en la vida).
