MALAGA HOY
COMO RENDIR TROYA CON LA CAMISETA APUESTA
La fiesta continuó ayer con más nubes en el cielo y un ímpetu algo más relajado en el Centro, a favor del Real De cualquier forma, conviene seguir refiriéndose a la marimorena en términos estrictamente bélicos
| ACTUALIZADO 18.08.2014 - 01:00
LA Feria empezó en el Centro ayer domingo tal y como había acabado el sábado: con olor a camello muerto en el ambiente y montones de basura en las calles, ya por la mañana. Pero semejante coyuntura tenía una explicación lógica: todo lo que transcurre entre la Plaza de la Constitución y el Teatro Cervantes, a través de la Plaza del Siglo, Calderería, Uncibay y Cárcer (así como las adyacentes Beatas y Tejón y Rodríguez, por citar algunas), se había convertido poco antes de la madrugada previa en un inmenso vertedero, regado por un río de alcohol y orina en el que los feriantes, borrachos como cubas, patinaban y se desplomaban jocosamente. La altura de los detritusamontonados en las aceras (armada la batalla, Limasa no pudo hacer mucho más) alcanzaba en algunos portales el metro, como un murete pestilente. La calle Ramos Marín, en los bajos del Cervantes y justo enfrente de la Comisaría, hacía las veces de urinario público, y una chica sentada en un charco maldecía a un tipo que había decidido prescindir de su compañía. Un servidor regresaba a casa desde la redacción, cerrada la edición de ayer, y superada ya la rabia y las ganas de llorar, casi tuve la tentación, arrobado por el Espíritu Santo, de desnudarme enterito y ponerme a bailar sobre toda aquella cochambre para celebrar, como habría hecho Diógenes el cínico, el feliz final de la civilización occidental. Más allá de mis experiencias ultramundanas, lo cierto es que para limpiar toda la podredumbre que reinaba en el Centro la noche del sábado habría hecho falta triplicar, al menos, los efectivos actuales de Limasa; y eso explica que todavía en la mañana de ayer buena parte de la tarea quedara aún pendiente. Pero las consecuencias, claro, se expandieron bastante más allá del Centro: antes de dirigirme al corazón de la ciudad, decidí dar un paseo ayer en coche y pude constatar que barrios como La Victoria, Huelin, La Unión, La Cruz de Humilladero y El Perchel presentaban un estado deplorable, con contenedores a rebosar mucho más allá de su capacidad y aceras repletas de basura. Con todo el servicio de limpieza metido en la Feria, lo que queda hasta el día 23 promete hacerse muy largo también en el resto de Málaga. Eso sí, en algo hemos avanzado: los descamisados son ya muchos menos, y la mayoría de los machotes que vomitan en cualquier esquina, rompen papeleras o agreden el mobiliario urbano lo hacen con el torso cubierto, como corresponde. Las muchas campañas municipales aquí sí que han servido para algo, por más que entre las camisetas que luce el personal abunden los mensajes soeces y denigrantes para las mujeres (a divertidos nadie gana a nuestros chicos). Y todo este cirio continuará hasta que alguien con los redaños suficientes y responsabilidad al respecto se decida de una vez a eliminar el despropósito que dejó de ser la Feria del Centro hace muchos años, y a impedir que en el Real se consuma alcohol fuera de las casetas (por cierto, respecto a la normativa que prohibe hacerlo en el Centro a partir de las 18:00, el dictamen que deja la evidencia en los dos primeros días es preclaro: tururú. Hasta bien pasadas las 23:00 había gente pimplándose de lo lindo el sábado a cielo descubierto, y en esto la jornada de ayer no fue muy distinta).
Ya metidos en terrenos delicados, convendría introducir este párrafo a modo de paréntesis: la imagen que se proyecta de Málaga estos días no puede ser más nefasta, y tan dudosa vía de ingresos terminará saliendo cara en el futuro. Pero lo más triste para los malagueños que, como el arriba firmante, se sienten agredidos personalmente al contemplar la impunidad con la que el desastre se repite verano tras verano son los argumentos de quienes insisten en presumir de Málaga estos días. Resulta difícil imaginar a qué Málaga se refieren. Por no hablar de quienes (entre ellos, buena parte de la Corporación municipal) consideran tal aberración un mal menor, con la excusa de que en las fiestas mayores de otras ciudades españolas como Navarra y Bilbao se cometen excesos semejantes. Y aquí es donde uno se descubre: ya que no podemos aspirar a sus servicios ni a su tasa de desempleo, parezcámonos a ellos en la barbarie.
Cerrado el paréntesis, cabe recordar que el envite de ayer comenzó con el cielo nublado (un tímido chaparroncillo sirvió de advertencia ya en la noche del sábado, aunque no fue a mayores) y que el ímpetu se redujo considerablemente respecto a la cita inaugural en el Centro, por lo que el desfile de ambulancias en busca de desmadres etílicos fue menor (una intentaba abrirse paso por la Plaza de la Constitución hacia la calle Granada a eso de las 19:00). Eso sí, no crean, a las 14:00 había que armarse de valor sólo para intentar pillar una loncha de jamón en alguna barra, con las charangas masacrando el repertorio de Raphael a toda pastilla. Pero donde hay que estar es junto a las pandas de verdiales: la cara que ponía un matrimonio estadounidense (cincuentones con indumentaria próxima al boy-scout style, con todo los necesario para sobrevivir en la jungla africana y vistosas cámaras fotográficas) ante el vigor con el que un chaval atizaba el pandero en la calle Strachan, como si le fuese la vida en ello, ganaba por goleada a todos los selfies que los feriantes más tuiteros se regalan por doquier (bajo la puerta de las biznagas, una cuadrilla de ocho tipos, vestidos como si fuesen a contratar un seguro, se resolvía en silencio, tecleando cada uno su iPhone). En Beatas, cerca del Anchoíta, un tipo intentaba soplarle al calimocho a través de una careta de Homer Simpson, mientras en la Plaza del Teatro dos mequetrefes se pasaban el joint tan a gusto como si estuviesen solos en el mundo. Si Thomas Pynchon se diese una vuelta por la Feria del Centro, tal vez llegaría a la conclusión de que no hace falta escribir novelas.
Caída la tarde, con colas monumentales para subir al autobús y cachondos que recitaban a Spinoza en la Alameda víctimas de la melopea, las familias se dirigían al Real para que sus hijos se montaran en los carricoches. En Twitter ardía la noticia de los cinco detenidos por una presunta violación, pero el Cortijo de Torres ya había corrido el velo del olvido. La vida sigue. Tal vez en otra parte.
Ya metidos en terrenos delicados, convendría introducir este párrafo a modo de paréntesis: la imagen que se proyecta de Málaga estos días no puede ser más nefasta, y tan dudosa vía de ingresos terminará saliendo cara en el futuro. Pero lo más triste para los malagueños que, como el arriba firmante, se sienten agredidos personalmente al contemplar la impunidad con la que el desastre se repite verano tras verano son los argumentos de quienes insisten en presumir de Málaga estos días. Resulta difícil imaginar a qué Málaga se refieren. Por no hablar de quienes (entre ellos, buena parte de la Corporación municipal) consideran tal aberración un mal menor, con la excusa de que en las fiestas mayores de otras ciudades españolas como Navarra y Bilbao se cometen excesos semejantes. Y aquí es donde uno se descubre: ya que no podemos aspirar a sus servicios ni a su tasa de desempleo, parezcámonos a ellos en la barbarie.
Cerrado el paréntesis, cabe recordar que el envite de ayer comenzó con el cielo nublado (un tímido chaparroncillo sirvió de advertencia ya en la noche del sábado, aunque no fue a mayores) y que el ímpetu se redujo considerablemente respecto a la cita inaugural en el Centro, por lo que el desfile de ambulancias en busca de desmadres etílicos fue menor (una intentaba abrirse paso por la Plaza de la Constitución hacia la calle Granada a eso de las 19:00). Eso sí, no crean, a las 14:00 había que armarse de valor sólo para intentar pillar una loncha de jamón en alguna barra, con las charangas masacrando el repertorio de Raphael a toda pastilla. Pero donde hay que estar es junto a las pandas de verdiales: la cara que ponía un matrimonio estadounidense (cincuentones con indumentaria próxima al boy-scout style, con todo los necesario para sobrevivir en la jungla africana y vistosas cámaras fotográficas) ante el vigor con el que un chaval atizaba el pandero en la calle Strachan, como si le fuese la vida en ello, ganaba por goleada a todos los selfies que los feriantes más tuiteros se regalan por doquier (bajo la puerta de las biznagas, una cuadrilla de ocho tipos, vestidos como si fuesen a contratar un seguro, se resolvía en silencio, tecleando cada uno su iPhone). En Beatas, cerca del Anchoíta, un tipo intentaba soplarle al calimocho a través de una careta de Homer Simpson, mientras en la Plaza del Teatro dos mequetrefes se pasaban el joint tan a gusto como si estuviesen solos en el mundo. Si Thomas Pynchon se diese una vuelta por la Feria del Centro, tal vez llegaría a la conclusión de que no hace falta escribir novelas.
Caída la tarde, con colas monumentales para subir al autobús y cachondos que recitaban a Spinoza en la Alameda víctimas de la melopea, las familias se dirigían al Real para que sus hijos se montaran en los carricoches. En Twitter ardía la noticia de los cinco detenidos por una presunta violación, pero el Cortijo de Torres ya había corrido el velo del olvido. La vida sigue. Tal vez en otra parte.
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